No creo que la literatura se deba a la verdad. Con esta convicción miro y vuelvo a mirar la muñeca que mi abuela me devolvió. Porque era mía, cuenta ella misma, “te la regaló tu tía Carmen cuando eras muy chica, ¿te acuerdas? Puedes llevártela si quieres, creo que debes tenerla tú”.
Más pequeña que una Barbie, la muñeca descansa en un cilindro de plástico y vestida a la usanza de una aldeana polaca. Yo sé que no es la que me regaló la tía Carmen —tía abuela, para ser precisa con el dato biográfico—. Era muy parecida, pero de falda y pañuelo rojo. Esta muñeca, que ha de ser de la misma época, era de la tía Lilí —tía bisabuela, acusa el rigor—. Una niña que creció entre viejos sabe capturar esos detalles, como intuyendo que el pasado necesita que lo fijemos para no terminar de dispersarse.
La tía Carmen dejaba ir sus posesiones materiales con cierta facilidad: cuentan que podías llegar un verano a su casa y encontrarla cantando frente a un espléndido piano, y al otoño siguiente con suerte tenía un colchón sobre el que dormir. La tía Lilí, no. Ella se apegaba a sus objetos como si temiera que, al soltarlos, se desprendieran sus raíces: su casa era un museo de reliquias familiares atesoradas cuidadosamente, dando cuenta de bautizos, comuniones, matrimonios, navidades, santos… cachivaches y cachivaches decorando los rincones con la paciencia de quien solo tiene pequeños amuletos para distraer a la soledad y confundirle el camino a la muerte. La tía Lilí no me hubiera dado esa muñeca, por eso sé que llegó a la casa después de su muerte, a mis diez años. Pero la memoria de mi abuela cruzó los juguetes de las dos tías y creó su propio relato. ¿Corregirla? Para qué: es una muñeca, me la dio una tía anciana, es, en rigor, la verdad. Esa muñeca me une a mí y a la tía Lilí a pesar de las décadas que nos separan, como nos une quizás vivir la vida siendo solo una. Ambas muñecas, a fin de cuentas, llegaron a mis manos y me vieron crecer desde algún mueble en el living o en el dormitorio donde mis abuelos cuidaron de mí. No hubo una favorita. No hubo una despreciada. Como tampoco entre las tías. La tía Lilí siempre estaba cerca, la tía Carmen no. Ella vivía en otra ciudad, verla era un acontecimiento. Me parecía tan bonita. Bordaba vestidos para mí. Dice mi abuela que me quería, quizás porque ella solo parió hombres. La tía Lily, que no parió a nadie, me quería también. Pero no tanto como para haberme dado una muñeca que seguramente amaba.
Esa tarde
tomé la muñeca con cierta nostalgia, miré a mi sobrino y le dije: “mira, mi
amor, así eran mis juguetes cuando yo era pequeñita como tú”. Él la tomó, la dio
vueltas, observó que abre y cierra los ojos, se asombró, mi hermana le dijo que
tuviera cuidado, me la devolvió. La guardé en mi bolso. ¿Qué habrá sido de la
otra, la de rojo?, pienso. Sé que la traje de la casa de mis abuelos,
seguramente la perdí en esos años de dolor nebuloso que forman una grieta en mi
propia biografía. “Pero mi sangre es fuerte / Alejandra / y volvió roja y limpia”
y tiñó los vestidos de las muñecas que acompañaron mi niñez.
Ahora la
pequeña aldeana se suma a mi lista de biografemas, un solo artículo en el que
coinciden mi infancia, las tías, los abuelos, tiempos peores, tiempos mejores,
recuerdos de una Victoria que no necesita regresar. Esa muñeca es un testigo
silencioso de nuestra historia familiar. Me gustan las muñecas. Mi último novio
me regaló una aldeana 2.0, recién caigo en cuenta de ese detalle, una aldeana
princesa de la era Disney, la pequeña Anna de Frozen. Mi princesa favorita no
es Anna, es Elsa, pero Elsa es reina, de hecho, y aunque es sola y fuerte e
independiente no me hace pensar en mí. Anna, más tontorrona, más soñadora, sí,
sobre todo por esa manía de ir por el mundo arreglando desastres, dispuesta a
agarrarse a puñetazos con los peores demonios propios y ajenos. Como mi abuela.