Censurar, mejor que educar



    Una amiga me preguntó si había visto la noticia sobre la eliminación del cuento El niño más bueno del mundo y su gato Estropajo de los libros de segundo básico. Me contó que el mismo ya había sido “funado” por los apoderados o apoderades, como prefieran, que argumentaban que el cuento presenta contenido explícito sobre maltrato animal y que algunos niños o niñes terminaron llorando. Rápidamente armé el panorama completo en mi cabeza y me espanté. Le dije que entonces la mitad de mis lecturas de infancia tendrían que quedar desterradas de todos los libros de texto del mundo. Recordé cómo me entristecía la tragedia de La pequeña vendedora de fósforos y cómo me daba rabia el príncipe que buscaba mujeres limpias en Campanilla de plata. O la muerte dramática del pajarillo en El ruiseñor y la rosa. O Disney, donde casi todas las historias versan sobre padres que prefieren a sus segundas esposas y dejan a las hijas abandonadas a su suerte, siempre mala, a merced de madrastras desalmadas. Adultos negligentes, no niños que están aprendiendo a tratar con la otredad. 

    Vino, entonces, el paso lógico: ir a buscar el cuento, escrito por Mauricio Paredes. En pocas palabras, narra la historia de un niño muy bienintencionado, que no tiene idea sobre cómo tratar a un animalito porque, seguramente, nadie le ha enseñado. El pequeño Ignacio encuentra un gatito mojado y decide usarlo para limpiar el auto de su papá. Lo bautiza “Estropajo” y lo hace pasar una serie de situaciones bastante trágicas, que terminan en la explosión del auto y el gato perdido en algún punto del planeta. Ignacio está feliz, porque ahora su papá tiene un descapotable y no un auto común. Así vemos que Ignacio es un niño que no tiene claras las diferencias entre lo que está bien y lo que está mal. No es un gran cuento, pero no es, ni de cerca, una invitación al maltrato. ¿Por qué, entonces, tanto revuelo? 

    Porque parece que estamos perdiendo la perspectiva en varios asuntos clave relativos a la literatura y el arte. Porque se nos olvida que el cuento es una ficción, y que si está en un libro de estudiantes que, en promedio, tienen siete años, es porque se espera que esa lectura esté mediada por un docente con criterio, que guíe el proceso, explique las diferencias entre lo real y lo ficticio e ilustre la función literaria de mostrar un escenario que, como lectores, debemos ser capaces de completar. El cuento no es una invitación a mojar un gato y usarlo como estropajo, ―¿en serio no lo ven?, ¡¿en serio?!― sino un relato fabulado para que comprendamos por qué esa situación es abusiva e inaceptable. A una edad en que los sentidos están muy despiertos y las habilidades cognitivas ávidas y en formación, más que nunca los procesos educativos deben ser bien llevados para que esos pequeños no se conviertan en adultos con deplorables índices de comprensión lectora. De lo contrario, nos queda despedirnos de la Literatura con mayúscula y conformarnos con un nuevo género escrito con azúcar, flores y muchos colores, que no pase a llevar ninguna sensibilidad y cuyas explicaciones siempre se caigan de maduras.