De piratas y lectores


    La primera vez que recuerdo haber ganado algo de plata por mis propios medios fue gracias a la poesía. Así nomás. Obtuve el primer lugar en el concurso literario del liceo y recibí veinte mil pesos, que por 1996 o 1997, no recuerdo bien, era un montón de lucas, sobre todo para alguien que, con suerte, tenía cien pesos al día. Los gasté íntegramente en libros. Libros pirata, claro, porque para los originales no me alcanzaba. Así leí Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez; los Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra mi AP de entonces; El túnel, de Ernesto Sábato; entre otros títulos que ya no recuerdo. En casa no había tantos libros, por lo que tales adquisiciones representaban un pequeño tesoro para una adolescente que amaba la lectura desde muy niña, que se fascinaba con los libros como objetos y que aprendió a escribir sonetos gracias a un viejo libro de Castellano que había pertenecido a alguno de sus tíos.

    Los libros pirata fueron mis primeros proveedores de lectura. Mi fama de ratón de biblioteca me había granjeado el, para otros, extraño privilegio de acceder a la biblio del colegio cada vez que yo quisiera: los plazos de devolución no corrían para mí, dijo don Joel, el viejo bibliotecario que me regaló una historia de la literatura que todavía anda por ahí. Claro que leí muchos de esos libros, pero no encontraba todo y no eran mis libros. Quienes me conocen saben que me gusta tenerlos, que me gusta marcarlos, rayarlos, mirarlos, olerlos, tocarlos, ordenarlos. No me parece caprichoso. Con el tiempo me he empeñado en hacer de la lectura mi vida y mi trabajo, y necesito esas marcas, esos colores, comparar ediciones, revisar viejas notas y ver cómo cambian las narrativas que me han acompañado en la vida en la misma medida que he ido cambiando yo. Así que, cada vez que podía, compraba un nuevo libro, siempre pirata. 

    La experiencia de leer pirateado me nutrió, pero también me fastidió. Que falte una hoja, que se destiña la impresión o que los cuadernillos estén descompaginados puede ser la rendija por la que se cuele la más grande frustración. Así, la Vic adolescente decidió que cuando ganara su propio dinero nunca, pero nunca más iba a comprar libros pirata. Esa sola meta bastaba para ir a la U, sacar un título y conseguir un trabajo. Ignorante entonces de cómo funcionaba la cadena del libro, solo quería leer de tapa a tapa sin interrupciones y en ediciones medianamente cuidadas. No he faltado a ese propósito: la pienso para comprar zapatos, siento que los pantalones siempre aguantan un poco más o que siempre tengo suficientes calzones, pero no dudo en pagar lo que cuesta un libro bien hecho, un libro que anhelo, menos ahora que la vida me ha puesto en contacto con el mundo editorial y sé de primera fuente cuánto trabajo, cuánto desvelo, cuánto sacrificio subyace desde que el autor traza la primera línea hasta que el lector decide comprarlo.

    El escándalo que se desató la semana pasada con la aparición de una imprenta clandestina, en la que se decomisaron miles de ejemplares pirateados, avalada ni más ni menos que por uno de los socios de la Cámara Chilena del Libro ahora renunciado me hizo volver a esos años en que la piratería cubrió mucha de mi curiosidad lectora. Lo primero que me pregunté fue cuáles serían los títulos que estaban almacenados, esperando tomarse las calles. Aposté por la Weona que brilla, por el Diseñador-historiador-constituyente, por el Economista de la calle. Me pregunté dónde están las personas como don Joel, las que se conmueven ante una chiquilla que solo quiere matar el tiempo leyendo y hacen lo que está en sus manos para fomentar ese bello vicio, guiando las lecturas con ese regalo hermoso que fue la historia de la literatura, por ejemplo, o abriéndole los ojos a autores como un tal Gonzalo Rojas, un poeta de Lebu que, decía él, era mejor que Neruda. 

    Recuerdo a don Joel y agradezco haber tenido la suerte de colaborar con editoriales que no se desentienden del fomento lector, que mediante clubes de lectura, talleres, encuentros u otras actividades se hacen cargo de la necesidad imperiosa de avivar el apetito de quienes ojean y hojean los libros sin decidirse a leer;  y de subir la vara cuando se trata de acercarse a la palabra escrita. Porque finalmente no es la piratería la que mata al libro: libros habrá siempre, hasta de memes. Pero la desidia frente a la necesidad de fomentar la lectura, sobre todo en sectores menos privilegiados, sí que puede terminar matando a la literatura.