"El
espejo acrecienta unas veces el valor de las cosas, otras lo niega. No todo lo
que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja". Ítalo
Calvino.
Días atrás caminaban por Buenos Aires el hombre que pedía perdón por todo y la mujer que nada sabía de su vida. Ella guardaba en su mochila una copia de un libro que no había leído, naturalmente, y que él le había regalado después de pedir perdón. El libro era Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino, y ambos personajes bien pudieron salir o merodear por cualquiera de ellas.
Publicado en 1972, Calvino pone en voz del explorador Marco Polo y mediante sus relatos al emperador Kublai Kan, la descripción de un conjunto de ciudades fabulosas, organizadas en grupos más pequeños según sus principales características. Nos encontramos, así, con las ciudades continuas, las escondidas, las sutiles, las ciudades y los muertos, las ciudades y la memoria… Mientras leía, dibujaba en mi cabeza un enorme atlas, un mapamundi donde paralelos y meridianos estaban trazados por figuras retóricas, los accidentes geográficos por metáforas, los límites cartográficos dibujados por palabras móviles, los océanos pintados con tinta que responde al movimiento de las mareas y las capitales por adjetivos ―de esos que dan vida, según Huidobro―.
¿Estamos ante una novela, una colección de cuentos, una bitácora de viajes, una crónica histórica, un guiño a la oralidad? Cuesta saberlo y no creo que importe. La división artificiosa de los géneros literarios no preocupa a quienes, como Calvino, saben acomodar la palabra en los recovecos de la ficción, configurando un nuevo mundo que, no obstante, el lector puede reconocer en el suyo. Porque Santiago tiene mucho que ver con esas Ciudades continuas de las que habla Marco Polo, esas cuya extensión resulta confusa, porque en todas las metrópolis hay algún rasgo santiaguino. Y tiene una deuda enorme con Las ciudades y la memoria, en un país cuyas heridas más recientes todavía supuran, pero muchos eligen no ver.
Casi sin personajes, las ciudades, todas con nombres de mujer, son las verdaderas protagonistas, las hilanderas de una trama cuidadosamente diseñada en nueve capítulos, separados por un diálogo entre Marco Polo y Kublai Kan. En mi opinión, aunque sin experimentarlo todavía, una vez con el libro entre las manos el lector tiene más de una opción de lectura. Podría elegir solo aquellos apartados dedicados a los muertos, y tiene ahí una historia perfectamente configurada. O el deseo. O los signos. O los diálogos en que ambos personajes reflexionan sobre la naturaleza de las ciudades, la extensión del imperio y las limitaciones que supone conocer el mundo solo a través del relato ajeno. Que puede ser, a fin de cuentas, la única manera que les quede al hombre que pedía perdón por todo y a la mujer que nada sabía de su vida para conocer, palmo a palmo, la tierra que pisamos sin detenernos a pensar en ello.