De las últimas 30 horas, pasé 16 en un taller de encuadernación. El viejo arte de hacer libros irrumpió en la escena editorial en el siglo XX, época en la que, tras una fuerte contienda, parecía retroceder frente a la industrialización descarnada. No obstante, con la llegada del siglo XXI muchas editoriales alrededor del mundo optaron por rescatar las técnicas de los antiguos artesanos al punto de reemplazar el paso por la imprenta tal y como lo conocemos. Tapas duras, guardas decoradas, portadas tipográficas con dorados marcan una tendencia, aquella que recoge la tradición más clásica y nos remonta a libros que nuestros criterios inexpertos identificarían como “antiguos”, ignorantes de que dicha etiqueta solo es correcta cuando hablamos de ejemplares producidos hasta el siglo XVIII. Por otro lado, están las editoriales experimentales, entre las que se inscriben las cartoneras, un universo tan variado que, más allá del uso del cartón como materia prima, resulta inclasificable, entre otras corrientes que juegan con los formatos, tamaños, colores y estructuras libreras. Su objetivo, sin embargo, coincide: crear el mejor traje a la medida de cada libro editado. ¿Tiene asidero este foco en la materialidad del libro? ¿No es más valioso que los esfuerzos de editores y escritores se centren en la producción y mejora de textos literarios antes que en el vestido que se les quiera dar? Sí y no. El paso de la oralidad al soporte físico supuso un cambio revolucionario, que no solo permitió contar con el registro de los primeros atisbos de la literatura o de la filosofía, sino que también fue la chispa que incendió la imaginación del hombre que, enfrentado a la letra y al trozo de material, se atrevió a ir más allá de la reproducción y puso por escrito sus propias ideas por primera vez. No da lo mismo, entonces, dónde pondremos a vivir el contenido de un libro.
El oficio de escribir y sus dolores me han enseñado que la forma y el fondo no son, como a veces se pretende, dos caras separadas de una misma moneda. La forma también es parte de aquello que escribimos, el contenido no es una entidad aséptica que funciona sin más, independientemente de la superficie en que lo pongamos, de la tipografía que escojamos o los colores entre los cuales le condenaremos, acaso caprichosamente, a habitar. Bienvenida sea, entonces, esta preocupación por esa parte del libro que llamaremos “material”, siempre y cuando el artesano detrás de ella también esté empapado del alma del libro en cuestión, que en el comité editorial se discuta, con el mismo fervor con que se negocian el orden de los poemas, la supresión del capítulo insulso de una novela o el título más atractivo para una obra, qué materiales y colores se han de utilizar para entrar en diálogo con la apuesta literaria del autor, cuáles son las técnicas que mejor sintonizan con la propuesta estética que respiran aquellas palabras, cuál es el vestido que terminará sumando belleza y completando lo que, de otra forma, quedaría convertido apenas en un manojo de hojas impresas. Creo, entonces, que de la mano con el rescate del oficio debe ir fuertemente sostenido el estudio del arte y el diseño editorial, pero sobre todo la capacidad de leer y descifrar aquello que la literatura quiere contarnos, porque si ese diálogo resulta fallido, ni la más bella encuadernación ni la portada mejor ilustrada podrá salvarla de la tierra muerta que abonan los malos libros.