23 de febrero, 2021

    Esta mañana mi herida central sangró. Había dormido poco y mal cuando desperté de un sueño con capuchas y personajes grises, salidos de la muerte.

    Es difícil despertar y levantarse. Levantarse con dolor. Levantarse del dolor. Levantar al propio dolor. Una herida abierta no solo duele, una herida abierta arde, salta, palpita, supura, atenaza... Abrir los ojos y mirar hacia el origen de ese dolor amaneciente se lleva las fuerzas del día. No alcanza el sol, el café, el agua de la ducha, una canción para limpiarse, porque ese dolor se funde por tus venas, las reviste por dentro y navega por tu cuerpo, devenido en tu sangre.

    Busco el pasado de mi herida central en los símbolos que trajo el sueño. Noche, túnica, lágrimas, capuchas, proximidad de la muerte. Leo el miedo en el trazo roto que une mi corazón y la mueca de mi sonrisa. Leo el miedo a que la fatalidad me sacuda y me desarme sin anunciarse siquiera. 

    Busco la ruta de mi herida demarcada por las sombras, las lágrimas, los golpes y los besos que otros recorrieron antes. ¿El miedo nació ahí o estuvo siempre, esperando un alma hueca donde anidar? Anido todo lo oscuro, me lleno de sombras, enmudezco de luz. Por eso viene el sueño con su historia de fantasmas. O por eso el insomnio, resonando en la noche cada segundo de soledad. Porque ahí donde yazgo yace la espalda de la muerte, esperando que mi mano blanca y vacía la despierte.