Cuarentena


     Era una noche seca, caliente y loca. Nos cruzamos en la barra del bar, me regalaste un dulce y me contaste la versión abreviada de tu vida. Me gustó tu acento de argentino simpaticón. Nos arrellanamos en un sillón incómodo, lejos de la gente que, en todo caso, nos ignoraba. “No quiero garchar”, me advertiste, y me sentí tan aliviada que te planté un beso de pura felicidad: yo tampoco quería tirar; yo quería hablar, tontear, besuquearme con alguien y volver a casa con la pintura corrida pero con la ropa interior en su sitio. Meses más tarde, en países encuarentenados y a punta de “sexting” confirmamos lo que tan bien sabemos: no tendríamos que habernos quedado con las ganas.