Era el amor Santiago, con sus
largos días y sus más largas noches, con el calor que nos adormecía de octubre
a mayo y el frío que nos ataba al cuerpo del otro como si la vida dependiera de
que ese contacto jamás se interrumpiera.
Era el amor Valparaíso, una calle
irrumpida por el viento y tus dedos enredados en los míos, como si nunca más
fueran a encontrar mi mano pequeña que temblaba de frío y de amor.
Era el amor Córdoba, la espera
más agónica que pueda recordar: tres meses como tres siglos, maldecir al avión
por parecer tan lento, correr por el aeropuerto en busca de tu pecho, mi único
lugar sagrado, mi escondite perfecto.
Era el amor vivir al compás de tu
respiración agitada por el sexo, dormir trepada a tu costado, despertar al
contacto de tu lengua húmeda, creer que el único tiempo real era el necesario para
que te metieras en cada palmo de mi cuerpo.
Era el amor llorarte como a un
muerto, con la misma rabia y la misma congoja de una viuda que pierde para
siempre, era el amor como morirse sin morirse, lejos de ti, sin nosotros.