Encuentros

Una vez más me encontré con ella. Esta mañana fui muy temprano a la oficina y cuando el semáforo dio verde, pude verla casi a mi lado. Pero no me atreví a seguirla, porque la he visto demasiadas veces y siempre en puntos distintos de la ciudad, ¿qué pasa si me obliga a perseguirla todo el día?, ¿qué pasa si su caminata nunca se detiene?

¿Quién es? ¿Qué hace?, ¿dónde va cada mañana con esa bolsa en la mano derecha, ese abrigo pasado de moda que no se quita ni en pleno verano y esas pantis demasiado grandes para sus piernas flacas como palillos? Luce tan vieja que es imposible determinar su edad: algo en su paso quieto, en su rostro inexpresivo, en su postura erguida me hace sospechar que camina por Santiago desde antes de que fuera Santiago y que lo seguirá haciendo cuando yo sólo sea polvo de huesos debajo de un sepulcro. Porque su serenidad es tan inquietante que sólo podría explicarse gracias a una de esas escapadas del tiempo, de esas que no saben de relojes o calendarios.

Recuerdo cada encuentro: en Apoquindo con Carmencita, en Tobalaba, en Nueva Providencia con Los Leones, en los alrededores del cerro Santa Lucía, en Monjitas con José Miguel de la Barra. Este último sucedió una mañana de vacaciones, pasadas las 10, quizás. Cuando la vi, le conté brevemente de esos constantes encuentros a una amiga que me acompañaba. “No te sorprendas tanto, puedes ser tú en 50 años más”, dijo en tono de broma.


Y entonces dudé. Quizás el tiempo no sea tan inexorable, tan en línea recta, quizás se abarque y se contenga a sí mismo como una esfera hecha de espejos, donde pasado, presente y futuro coexisten y a veces dejan escapar ciertos reflejos y entonces vienen los déjà vu, las premoniciones, los desdoblamientos y todas esas cosas que no sabemos explicar –esa manía absurda de querer explicar en vez de ver, sentir y mostrar-. Y aunque no tengo idea de lo que va a ser de mi vida en los próximos años, tengo la sospecha de saber que cinco o seis décadas más tarde seguiré andando y desandando las mismas rutas, con las canas teñidas de rubio, un abrigo pasado de moda y  mirando sin ver a esa mujer desaliñada que cada vez que me la cruzo, se queda mirándome y hace un inútil ademán de perseguirme.