La vieja Anika sólo conservaba un
vago recuerdo de la selva donde nació. Sus ojos lánguidos parecían anunciar que
le dolía no poder compartir dichos recuerdos con sus compañeros de encierro, un
grupo de chimpancés arrancado de la jungla para ser destinado a la
investigación médico – científica. En el frío laboratorio ubicado en las
afueras de Berlín, entre humanos vestidos con batas blancas, probetas y tubos
de ensayo, los animales pasaban día tras día; completamente ajenos al mundo
exterior, ignorantes de cuánto había cambiado éste y de los empeños de otro
grupo de humanos; cuyos rostros no conocían, pero que serían capaces de
movilizarse organizadamente para exigir la liberación animal.
Cada mañana, Anika recibía la
caricia descuidada que Claus, un joven médico de ojos verdes y pelo castaño, le
brindaba a modo de saludo. Ese breve instante era el único contacto que Anika
tenía con otra piel; sin jeringas, electrodos o sondas de por medio. Pero no
siempre fue así: en la selva corría con una libertad salvaje, abrazaba a sus
cachorros con tierna brutalidad, les quitaba los parásitos, los amamantaba y en
esas acciones cotidianas les transmitía todo el calor de su sangre de hembra
silvestre.
Ese pequeño ritual estableció un
vínculo entre médico y chimpancé, que sería clave para los sucesos que estaban
por desencadenarse. Nuestro científico, joven e inexperto, se había encariñado
con Anika y ese afecto lo motivó a interceder a favor de una ONG animalista que
solicitaba una audiencia con el directorio de la poderosa empresa
farmacológica. En su carta, exponían varios argumentos a favor de la liberación
de los primates y su reinserción en un ambiente natural.
Claus se preguntó qué pasaría si
Anika pudiera volver a una selva parecida a la que había sido su hogar hasta
antes de la cautividad. Consciente de que su amiga pertenecía a una especie de
seres inteligentes, rápidos intelectualmente y ávidos de los desafíos presentes
en la naturaleza; la sola imagen de Anika acomodada entre las ramas de un árbol
frondoso y respirando la frescura del atardecer, le dio valor para emprender
una cruzada completamente ajena a los objetivos de su investigación.
La reunión tuvo lugar a primera
hora de un lunes. El primero en tomar la palabra fue Frank, un médico canoso,
de ojos azules y expresión seria que puso énfasis en lo perjudicial que
resultaría detener los experimentos. Usando frases rimbombantes como “falta de
ética”, “cura definitiva” y “peligro para la humanidad entera”, dejó claro que
no cedería un ápice en su postura.
Luego vino el turno de Margaret, presidenta
de la ONG, quien empleando un tono firme y sereno sorprendió a todos al decir
que no pretendía tomar una postura condenatoria hacia la ciencia ni mucho menos
confrontar al grupo económico. Lo que quería, explicó, era la libertad de la
última colonia alemana de chimpancés, cosa que pondría a Alemania en línea con
el resto de la comunidad europea. Reconocimiento mundial, titulares... Margaret
seguía hablando con mucha desenvoltura hasta que Claus la interrumpió.
- He visto a diario como cada
visita a la sala experimental es una pequeña sesión de tortura. –Frank arqueó
las cejas y crispó los labios, desconcertado y molesto-. Administramos drogas
tan potentes que ni siquiera imaginamos sus efectos en humanos, aplicamos
procedimientos dolorosos; los animales se resienten, decaen poco a poco y si no
los alimentáramos por vía intravenosa, muchos de ellos simplemente se habrían
dejado morir. Sin embargo, no podemos desconocer que son los conejillos de
indias más apropiados. Exceptuando, claro, a los humanos…
Esas últimas palabras hicieron
que la mirada azul de Frank se agudizara aún más y que Margaret no pudiera
disimular su sorpresa. ¿Acaso Claus proponía una especie de trueque? ¿30 simios
a cambio de un hombre? Un tenso silencio se apoderó de la sala.
***
Tres semanas después, una
delegación integrada por representantes del laboratorio y la ONG llegó hasta
una hermosa reserva natural para liberar a los 30 chimpancés. Ufano de su
protagonismo, Frank habla con los periodistas acerca de las negociaciones para
tomar la decisión y la plena conciencia de la empresa de que la experimentación
animal debe ser abolida por sus métodos bárbaros e invasivos
.
La primera que desciende es
Anika, quien parece reconocer el aroma de la tierra húmeda, el trinar de los
pájaros, el verdor fresco de la vegetación y cada pequeño ruido que emergía
desde cada rincón. Enloquecida de felicidad, comienza a correr hacia el centro
de la jungla pero luego se devuelve y agitando a los brazos, invita a sus
compañeros. En ese momento todo se vuelve algarabía y júbilo: los animales
prorrumpieron extraños movimientos y sonidos, hasta que espontáneamente,
comienzan a abrazarse y acariciarse unos a otros de manera efusiva y febril. La
simiesca fiesta alcanza niveles de emotividad que contagió al resto de los
asistentes, mientras que la prensa presente, atónita, apostaba a tomar las
mejores fotografías del momento. Un aplauso cerrado puso fin a la liberación.
Frank y Margaret vuelven en sus
respectivos automóviles a la ciudad, pero Claus lo hace en una camioneta que
ostenta el logo del laboratorio. Antes de abordarla, Anika corre hacia él y le
acaricia la cabeza en señal de agradecimiento. Algunos aseguran que esbozó una
sonrisa fraterna a su liberador. Claus sube al vehículo y recorre el camino de
regreso sumido en sus pensamientos. “Después de todo, yo soy el hombre de
ciencias y hacer esto por voluntad propia, me devuelve la libertad. Soy tan
libre como cualquiera de ellos”, concluye. Ya en el laboratorio, se desnuda el
brazo para tomar las primeras muestras.