(Imagen de DesEquiLibros)
Siendo
muy niña, descubrí una satisfacción irremplazable al momento de plasmar las
letras sobre una hoja de papel. Donde había vacío; aparecía sentido,
significado, realidad, ilusión, mentira, imaginación, historias, anécdotas;
cualquier espejismo capaz de completar ese espacio donde la nada reinaba.
El
acto de escribir evidencia que el vacío y la nada no existen: solamente
anteceden al lenguaje, sólo sirven de nido al momento preciso en que la palabra
se hace carne, toma peso, sólo son una excusa para que la materia desborde las
grietas de la mudez eterna y transmute en fonema que vibra, sonido que
significa y se perpetúa en el eco de la historia cósmica.
Pasaron
los años y entendí que el vacío es inevitable, inexorable y brutal; que la nada
es lo único que tengo y que desde la nada como punto de partida, aparece una
herramienta invencible, capaz de crear una realidad donde las miserias de la vida
cotidiana poco o nada importan. Soledad, tristeza, frustración, fracaso; todos
los fantasmas del pasado pueden
desvanecerse ante un solo verso bien articulado, una oración cuya
sintaxis transgreda la muerte. Agradezco la nada, agradezco poder verla, poder
sentir sus garras desgarrándome la piel e inmovilizando mi voz, porque es la
única pulsión que agita el instinto, atraviesa la inspiración y permite
aproximarse al lenguaje desnudo.
Pero
el verso bien articulado y la oración de sintaxis letal no aparecen por
generación espontánea: por un lado, existe el alimento fundamental que se
consume gracias a la lectura. Esta inquietud apareció incluso antes de saber
leer: era angustiante ver textos y no ser capaz de comprenderlos. Tal vez por
eso, mientras los otros niños practicaban con sus primeras bicicletas o se
sentían grandes por saber comer solos, yo asomaba la nariz en el mundo de la
lectura. Ahí, como un soplo de vida, aprendí a querer la palabra.
De
pronto, la poesía me aniquiló con su
belleza, la rima me obsesionó con su precisión, los cuentos me deslumbraron con
su mundo paralelo de personajes, emociones e historias… Allí donde puede plasmarse una palabra, la
realidad nace, se modifica, se quebraja, se muere y vuelve a nacer. Y quién es
capaz de darse cuenta de este prodigio, tiene el deber de escribir, de quemarse
las pestañas hasta dar con la palabra precisa, hasta derramarse a sí mismo
sobre el papel en blanco.
Escribir,
sólo escribir, es combustible que enciende e incinera la vida.