El sentido del gusto durante la infancia de muchos se remite
a sopaipillas recién pasadas, sandías frescas dulzonas bajo el parrón,
empanadas saliendo del horno y otros clásicos cocinados por madres y abuelas,
atesorados como sabores inolvidables.
Yo también guardo esos y muchos más sabores, pero lo que hoy
me remitió veinticinco años atrás fue un producto que no veía hace siglos, pero
que de niña comía por montones: el charqui “El Arriero”. Sin ánimo de propagandas,
siempre era éste el que comía cuando salía con mi abuelo, paseos muy poco
ortodoxos para una niña pequeña, pues consistían en visitar el “sucucho”, un
bar de mala muerte ubicado en algún punto de Américo Vespucio, antes de la
entonces Panamericana. Mi abuelo tomaba unas cuantas cañas de vino tinto
mientras yo lo acompañaba con una bebida y una porción del infaltable pedacito
de caballo seco y salino. Cuando no me llevaba con él, solía llegar a la casa
con una bolsita del preciado manjar para mí.
Desde entonces, adoro el charqui; me gusta desmenuzarlo en
pedacitos, sentir cómo se deshilacha, masticarlo, sentir cómo se hidrata con la
saliva y cómo su sabor salado se impregna en mi paladar. Por eso, encontrarlo
en el almacén de mi barrio fue un déjà vu, un pasaje directo por un túnel del
tiempo a tardes con mi abuelo, sentada en sus rodillas comiendo charqui,
pedacito a pedacito. Sabor a felicidad.