Imagen de Odas Lugareñas
Hueles a limpieza, a espuma jabonosa que bautizaba tu barbilla, tu cuello y tus mejillas, acariciando tu bigote y preparándolo para ser recortado delicadamente con esa añosa tijera. Hueles al jabón que usábamos en casa desde que tengo memoria, esa fragancia persistente que no desaparecía, sin importar cuánto rato te golpearas con el chorro de agua caliente bajo la ducha.
Hueles a quillay, a eucaliptos, a ola que revienta en los roqueríos porteños y deja esa salinidad que se advierte en tus hombros, en tus abrazos, en tu regazo inolvidable, tan seguro, tan añorado.
Y el aroma rebelde del jabón persistía a lo largo de la mañana, cuando te entretenías jugando a ser mecánico en mitad del patio, te manchabas con grasa hasta los codos y el sudor se iba apoderando, milímetro a milímetro, de tu piel, dando vida a un nuevo olor que tengo íntegro, intacto, en la memoria: el olor un poco agrio y agitado de tu transpiración empapándote las axilas, el pecho lampiño, la frente surcada por algunas arrugas y medio cubierta por tu negro cabello peinado al lado.
Por la noche, también hueles a vino tinto, a taberna, a carne y pan ahumados; hueles a noche ebria y a calle desierta, hueles a pasos equívocos, a mareos fulminantes que se mezclan con la pulcritud de la mañana, sin lograr desaparecerla a pesar de que las copas demás no pueden disimularse, te abrazan las entrañas, te corroen la piel y se escapan por cada poro. Huelo a lágrimas.
Hueles a hastío, a hostigamiento, a cansancio, a ganas de rendirte.
Te duermes. Tu habitación entera se impregna de olor a vino barato pero mi olfato de niña sabe distinguir que bajo ese espeso efluvio alcohólico están aún el quillay, el eucalipto, el jabón y el mar esperando por mi beso de la siguiente mañana.