Y había...


En la cara de Alicia sólo había inexpresión. Cortó el teléfono, caminó a oscuras hasta el dormitorio, se vistió rápido, sin encender la luz. Agradeció haber lavado la ropa ese fin de semana. Cuando su novio despertó le dijo, simplemente, “mi papá murió”. Una hora después llegaba tranquila y, aunque triste, sentía una fuerte curiosidad que disfrazó de interés por tomar parte en todos los ritos de la muerte. Ella quería saber, exactamente, que había ahora, allí donde antes respiraba la vida del hombre que tanto amó.

Y había negación, impotencia, miedos, preguntas, dudas, culpas. Había dolor a raudales, rabia desesperada, una amargura que le corroía las venas y le helaba la esperanza, una desolación tan intensa que surcó para siempre su rostro, que hizo que las lágrimas explotaran primero hacia adentro y luego hacia fuera, que no le permitieron volver a recuperar la inocencia ni sonreír nuevamente con auténtica alegría. Había morbo por mirar de cerca la piel mortecina, la mirada inexpresiva, fija en la nada, había morbo por tocar la rigidez de los miembros, el frío nuevo que se expandía por cada centímetro donde antes descansó la amada calidez.

Estaba en Anatomía Patológico, eufemismo médico para quitarle impacto a la palabra “morgue”, cuando una mujer amable se acercó a la bandeja resplandeciente donde dormía su padre, y le explicó que venía de la funeraria para encargarse de arreglarlo para el último adiós. Entonces Alicia retrocedió unos pasos, pero pidió estar presente. Quería saber qué había en ese gesto medio piadoso, medio macabro, de acicalar a un muerto.           

Y había vanidad y soberbia temblando disimuladamente en las manos de esa maquilladora, decididas a embellecer lo que debería ser horripilante por naturaleza. A embellecerlo porque, en un gesto infinito de bondad, en una prueba más de tener un alma caritativa, buscaba amilanar el espanto de los dolientes borrando los signos del verdugo implacable, el que siempre ríe último y mejor. Con movimientos ágiles e inteligentes juntó los labios que habían quedado abiertos por el ahogado resuello del dolor; tiñendo de rubor artificial las mejillas palidecidas por el frío interminable, atenuando las sombras que bordeaban los ojos, ojos que nunca más podrían abrirse. Como si sus pinceles, esponjas, algodones y maquillajes pudieran disfrazar la única verdad irrefutable.

Y había un cuerpo que, de una vez y para siempre, se negaba a responder a estímulos externos, a satisfacer necesidades tan primitivas como imperiosas, a sincronizarse con el eterno ir y venir de la noche y el día. Un cuerpo abierto al paso del tiempo, por fin dejando que éste lo poseyera, lo recorriera, lo envolviera y lo eternizara. Un cuerpo entregado a sus propio alivio, a su propia tregua, indiferente al deterioro, inmune a la violencia de una transformación lenta, por unas horas invisible, pero inexorable. Un cuerpo al que sólo le importaba el horizonte que dibujaban sus párpados sobre unas pupilas ociosas, que veía en el desprendimiento de su carne la escritura de la página final y magistral, plasmada en los huesos, los huesos que quedarían como testimonio silencioso e incorruptible de la vida que pesó.