Y así era siempre. Cuando él llegaba tarde a casa y me tocaba esperar, podía ver a la chica del departamento del frente asomarse al balcón y medir la distancia entre su casa y el suelo. En realidad lo hacía a diario, pero yo la veía solamente esas tardes de tensa espera tomando vino en el balcón. Ella me parecía tan osada, asomando medio cuerpo sobre la baranda, al filo de la caída, al borde de la locura.
Una de esas tardes, la chica me miró a los ojos, como invitándome a asomarme por el precipicio urbano que constituía el espacio entre las dos torres. Éramos como dos rapunceles atrapadas en esos edificios de altura. Bueno, yo era cada día más Penélope, esperando y esperando que él llegara. Y él llegaba cada día más tarde o no llegaba. Yo no sé si mi extraña vecina sería capaz de adivinar mi angustia, pero esa mirada fue para mí una clara invitación a terminar con esa espera frustrante y absurda.
Una noche, de un día en que no salí al balcón porque él llegó temprano y pusimos en práctica la nueva costumbre de discutir, ocurrió, por fin. La chica saltó. Saltó y provocó un ruido ensordecedor e inolvidable, un ruido seco, ronco, profundo y macabro. No quise mirarla, repentinamente, empecé a sentirme culpable, cómplice y traidora a la vez. Tuve la convicción absoluta de que debería haber saltado con ella, que adivinaba mis angustias y comprendía mis tristezas. No tuve corazón ni estómago para mirarla, pero podía asegurar que tenía casi todos los huesos quebrados, la piel amoratada y un charco sangriento humedeciéndola. 21 pisos. 21 pisos de arrojo e imposibilidad de retorno. Pude construir tan detalladamente esa imagen en mi cabeza, que fue imposible dormir esa noche y las siguientes. Él me dijo, entonces, que yo además de tonta estaba loca, que por qué carajo me pasaba horas en el balcón. Pero yo opté por dejar de hablar con él, porque no tenía una respuesta o explicación a su comentario repetitivo y molesto.
Una semana más tarde comenzaron las pesadillas. Justo cuando empecé a dormir, de nuevo, sola. Primero era un sueño normal y corriente, en el que veía a mi vecina tranquila, midiendo, como siempre, la distancia entre el balcón y el suelo. Pero la primera señal inquietante fue soñarla usando un vestido mío. Ese vestido de novia que sólo alcancé a probarme pero no llegué a estrenar jamás. Desperté sobresaltada. La noche siguiente, la chica del departamento del frente apareció en la terracita y me hizo lanzar un grito de espanto. Ya no llevaba un vestido mío; pero tenía mi libro preferido entre las manos. Miré al librero, vi un espacio vacío, volví a mirar hacia ella pero ya no estaba. Y la tercera noche, la pesadilla fue insoportable. Me vi salir por la ventana del departamento del frente, mirar con parsimonia hacia el suelo, sonreírle al vacío y luego, saltar. Sentí como mi cuerpo cruzaba el aire en pocos segundos y entendí que era mucho más que un mal sueño: más que una pesadilla, estaba presenciando un designio, una profecía que yo misma cumpliría cuando siguiera los pasos de mi amiga muerta.
Por eso, por eso y no porque él se fue, junté todas las pastillas que me ataban a la cordura y las tragué sin contarlas, de golpe, apenas con un poco de vodka. Y así supe que una sobredosis de fármacos también puede lanzarte al abismo, al foso inexpugnable del que no hay retorno. Y conocí el dolor que duele tanto que no puede medirse con palabras, el dolor que se ajusta a la medida de mi propia tragedia. Cuando desperté del coma, desapareció la pesadilla. Los sueños, también.