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Pocas veces me he sentido tan asqueada como ahora. El Vaticano determinó que el sacerdote Fernando Karadima es culpable de los cargos de abusos sexuales contra al menos 5 personas y lo ha condenado a una “pena” de retiro, oración y penitencia. Significa que no puede ejercer su ministerio y que pasará el resto de sus días rezando. Ante este panorama, siento ganas de entrar a un convento solamente porque así, si algún día cometo un delito de gravedad, la justicia divina me juzgará con mucha, pero mucha misericordia.
Más allá del caso Karadima, a mi modo de ver el problema de fondo va por otro lado y tiene un nombre bien claro: celibato. El celibato, es decir, la vida sin sexo, es una opción válida como cualquier otra. Y recalco: una opción, por eso ya basta con la tozudez de la iglesia Católica de querer imponer a los hombres de fe esta condición para que puedan optar al sacerdocio. ¿Cómo puede un hombre ser el guía espiritual de una familia, el consejero de un padre, el confesor de una madre, si no conoce los rigores, el dulce y el agraz del matrimonio?, ¿se puede sublimar el amor a Dios para entender cómo se ama a una esposa, a un hijo, a un padre?, ¿alcanzan la teología y los dogmas para orientar a los feligreses que deben lidiar entre lo humano y lo divino?
Como mujer laica que soy, no tengo las respuestas, pero lo que me preocupa es que los actuales dirigentes de la iglesia ni siquiera se plantean las preguntas. Y no me preocuparía tanto de no ser porque en nuestra sociedad la iglesia Católica sigue gozando de privilegios injustificados: se pronuncia de materias humanas –política, juicios de derechos humanos, conflicto mapuche- con total desparpajo, ocupando espacios en la agenda pública y los titulares de prensa como un actor de peso en el acontecer. Eso mientras algunos inescrupulosos que visten el hábito que no los hace monjes, abusan de menores de edad en situación de vulnerabilidad, ya sea económica o espiritual.
Queda esperar que los tribunales tomen cartas en el asunto y que la justicia de los hombres haga su parte, dictando una condena ejemplar, para que al menos los lobos con sotana que quedan camuflados en algunas parroquias, lo piensen dos veces antes de dar rienda suelta a sus perversiones contra menores de edad. Que la alta cúpula del clero deje de negar algo que, estoy segura, tiene muy claro: la sexualidad no es pecaminosa, vívanla como corresponde, con hombres o mujeres adultas con voluntad y discernimiento, y dejen de atacar a menores. Acuérdense que Cristo dijo algo así como “que todo lo que hicisteis a uno de estos, mis hermanos pequeños, a mí me lo hicisteis”. Bueno, quizás por ahí va la distorsión de estos anacrónicos y equivocados señores.