Ejercicio de sensibilidad: De cuando aprieta el hambre


En el marco del Taller Bellavista, se nos llamó a escribir bajo una sensación específica. Algunos tuvieron suerte: el sol sobre la piel, el deseo consumado, la sensualidad y la lujuria. Otros, menos afortunados, tuvimos que conformarnos con esas sensaciones que apremian. Y a mí me tocó la peor que podía tocarme, ¡el hambre! Esto resultó, después de casi un día de ayuno:





Me encierro en la pieza, me tiro a la cama, me paro, camino y me vuelvo a tirar… Como leona enjaulada, como gata callejera, en busca de algo que hoy me está prohibido. El vacío comienza a acrecentarse, a expandirse, sin conocer de límites, con insolencia y descaro. La ansiedad aprieta, la imaginación traiciona y el estómago reclama.

No sé si es vacío o es dolor a estas alturas, lo que sí sé es que me irrita, me fastidia, me incomoda, me descompone el genio. Quiero ir a la cocina, ¡pero hoy está tan lejos! A una vuelta del picaporte y pareciera que son kilómetros de distancia desde mi habitación. Además mi misión es tomar en cuenta este ingrato proceso. Sé que molesta mucho, pero nunca, hasta ahora, había tenido tal protagonismo.

De todas las carencias que pueda tener, el hambre es lejos la peor de todas. Si tengo hambre no duermo, no descanso, me duele la cabeza, no puedo trabajar ni enfocarme en otra cosa. Hoy llevo horas así, ¡horas! No es de extrañar que el trabajo me haya tomado 120 minutos más de lo habitual , por culpa de este hueco helado, miserable y ruin instalado en mis entrañas.

Trato de respirar hondo, ignorando el concierto de tripas que protestan porque desde el mediodía que no prueban bocado. Trato de convencerme de que si no hago caso, el hambre se irá, se desvanecerá, vencida, humillada, derrotada y rendida. ¡Porque no puede ser más fuerte que yo! He superado depresiones, he trabajado sin descanso y bajo muchísima presión días y noches enteras, he sentido tanta tristeza que la muerte me pareció dulce… ¡No va a venir el hambre, entonces, a poder conmigo, por favor! Me siento poderosa, convencida de que esta afrenta contra mi propio cerebro es un partido ganado. Me río del hambre, pobrecilla, si al final, como sea, se irá cuando yo quiera.