Se espera que la lluvia pase (Parte IV): La liberación



Fernando tomó el paraguas negro, limpió cuidadosamente con un pañuelo de tela todo lo que había tocado y abandonó la casa de su cuñada. Abordó el taxi, avanzó un par de cuadras y estacionó entre dos árboles añosos. Encendió un cigarro, cerró los ojos y empezó a recordar.

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El vía crucis de Fernando había empezado cuando Felipe tenía 20 y él, sólo 8 años. Hasta ahí, nada anormal: Padres trabajólicos que pasaban poco tiempo en casa, una diferencia de edad significativa y la responsabilidad asignada al hermano mayor sobre el retoño.

Cada mañana, los hermanos iban caminando hasta el colegio de Fernando. Felipe le daba un beso, una palmada en la cabeza y partía a la Universidad. En clases, Fernando era introvertido, apenas jugaba con sus compañeros, que se burlaban de él. 

Por las tardes, quedaba al cuidado de una niñera hasta que Felipe llegaba a casa. Entonces se encerraba con él. Tenían que repasar la materia del día, hacer las tareas, cambiarse el uniforme. Esta era la parte favorita de Felipe, que ad portas de la adultez y consagrado a vivir su sexualidad sin más condiciones que usar un preservativo, sentía una vertiginosa atracción por el frágil cuerpo de su hermano menor.

Al principio Fernando estaba confundido. El único tipo de contacto físico que había conocido eran los abrazos y besos fraternales. Sólo su madre había tocado su sexo y por motivos estrictamente higiénicos. Ella siempre le había recalcado que no debía dejar que cualquier persona lo tocara. Pero Felipe no era cualquiera, era su hermano grande, prácticamente su segundo papá y suponía que eso le daba ciertas atribuciones.

Así que al poco tiempo, el hermano menor hizo a un lado las dudas y empezó a sentirse halagado con las atenciones que Felipe le prodigaba. Pero eso no duró mucho, porque a su corta edad, pasó en tiempo récord de la euforia de estar viviendo una emocionante aventura secreta, que ninguno de sus compañeros podría imaginar siquiera, a la terrible desolación de ser relegado por una intrusa.

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La deuda, finalmente, estaba saldada. Ya no estaba Felipe para atormentarlo ni Alicia para volcar el odio. Por fin podría hacer una vida normal, lejos de la sombra sodomita de su perverso hermano mayor y limpio de rencores añejos. Pero estaba irreversiblemente maleado. Se llevó el cuchillo, que ya no tenía una sola gota de sangre, a la garganta. Nunca había sentido tanto miedo. Se estremeció con el crujir de su propia piel rasgada por el filo de la hoja. Se inclinó hacia el manubrio. Su último recuerdo fue el sonido de las gotas de lluvia cuando, de nuevo, la noche lloró.