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La mujer abrió los ojos con notoria dificultad. Al hacerlo, distinguió un rostro lloroso que apenas reconoció, pero tuvo que volver a bajar los párpados. No sabía si lo que dolía más era el agresivo tratamiento al que estaba siendo sometida o la pena que la había llevado hasta esa estrecha camilla, pero de que dolía, dolía. Si tenía alma, se le expandía por todo el cuerpo y desde el centro de cada hueso, propagaba el dolor.
Ruido de enfermeras, ruido de doctores, ruido de ascensores, ruido empedernido. Cada sonido se mezclaba con otro y potenciaba la fusión de ecos, voces, pasos, rasgadura de papeles y recuerdos, sobre todo, recuerdos. Ya podía abrir los ojos pero la perturbadora aguja atravesándole el brazo la hizo sentir náuseas, obligándola a volver a la oscuridad. Quiso hablar, pero no pudo hacerlo: Una sonda que venía desde su nariz y le rozaba la garganta, la remitió a un silencio involuntario.
Así, en una transitoria ceguera y afonía, reconoció la voz de su madre cuando le explicó que se irían de allí. "A casa, por favor, a casa", pensó añorando su cama, que a partir de ahora era sólo para ella. Pero cuando la subieron a una ambulancia en lugar del auto de su padre, supo que todo estaba, de nuevo, mal.
Atravesaron calles que no recordaba. Media ciudad dormía, media ciudad vivía. La aguja seguía punzando el brazo, como si le estuviera cobrando un pinchazo por cada pastilla. La delicada piel que cubría el reverso del codo ya no tenía nada de su color original, sino que era un muestrario de manchones morados y ennegrecidos.
De pronto, cruzó el umbral de la puerta que la llevaría al lugar más horrendo que hubiera visto jamás. La luz agónica, el polvo acumulado, el viejo médico de guardia en la recepción hojeando unos archivos amarillentos componían la siniestra postal. Más dolor, pero sobre todo, más miedo. Sus ojos, histéricos, se movían de un lado a otro buscando la salida, la escapada del infierno. Sentía el resto del cuerpo completamente paralizado: ni siquiera pudo tomarse de la mano de su mamá cuando el secuaz de Lucifer se acercó para entregarle el lapidario diagnóstico.
-Intento de suicidio. Se nota que está muy desequilibrada. Se tiene que quedar acá.
La mujer pudo sentir como su rostro palidecía. La voz se le agolpó en el pecho. Sin saber cómo, vomitó cuatro palabras. "No mamá, ¡por favor!" Unas lágrimas tibias la ayudaron a sentir nuevamente la piel de su cara. Miró, suplicante, desde la añosa placa que rezaba "Hospital Psiquiátrico" hasta su madre, que permanecía tan acongojada como confusa. "Si me dejas acá sí que me voy a morir". El argumento pareció bastar a la mujer, que tras acompañarla en los exámenes de rigor, firmó un documento donde desligaba al hospital de toda responsabilidad si es que ella volvía a atentar contra su vida.