Frente al pelotón
Comencé a odiarla cuando supe que había escogido un grupo de discípulos predilectos. Lo dijo con todo desparpajo, incapaz de imaginar que tocaría una sensible fibra justo en lo más recóndito de mis instintos. Desde entonces, una sola palabra tuvo sentido. Venganza. Venganza para calmar la rabia de estar entre los muchos llamados, pero no entre los pocos escogidos.
El bueno del pintor no estaba en mis planes. Después de todo, ¿qué culpa tenía él de que la profesora de literatura no me hubiera considerado en su selecta cofradía? Pero tuvo la mala suerte de abrir la estrecha puerta de entrada. Nunca olvidaré cómo su cara palideció cuando me vio apuntarle con el viejo revólver de mi abuelo. Por primera vez en mi vida, disparé.
El cuerpo inerte en el suelo me infundió un extraño valor para seguir adelante con mi desquiciado objetivo. Con paso rápido recorrí el pasillo, abrí la puerta del taller y me detuve en seco bajo el umbral. Entonces la vi. Estaba afanada escribiendo junto a sus contertulios, escuchando de fondo una música que no supe reconocer. La ira me obnubilaba. Sin decir nada, solté los 5 balazos que quedaban en el arma. Mi plan hubiera sido perfecto de no ser por esa alumna de pintura que no vi al entrar y que, aterrada, denunció a la policía mi asesina presencia.
El juicio fue rápido y fácil para la Fiscalía. Homicidio calificado en grado de consumado, Inapelable. El año pasado me hubieran condenado a varias cadenas perpetuas, pero desde que restituyeron la pena de muerte, el Ministerio Público insiste en pedirla. Y el juez falló en mi contra…
…
Aún no son las seis de la mañana y dos centinelas me llevan hasta el patio del cuartel. Tengo sueño. Son los minutos finales de mi vida y no pudieron concederme la maldita última voluntad, que era dormir hasta muy tarde, porque las ejecuciones tienen que ser a primera hora. Cualquiera puede ser asesino. Se trata de tomar decisiones. Yo decidí matar. Y ahora me muero de sueño, ¡qué paradoja!
El frío se cuela en el delgado y feo overol que me cubre. Tengo que caminar algo así como tres cuadras para llegar al paredón. Tomo aire a bocanadas, siento aumentar una extraña conciencia que me habla de lo absurdo que es todo esto. Que yo no debería estar aquí sino en mi cama, calentita y sin tener que abrir los ojos hasta dentro de un par de horas. De pronto me doy cuenta de que ya llegamos, de que sólo faltan minutos para poner el punto final a esta sicótica historia. Mirando de frente al pelotón, me aferro a la idea de que esto es sólo un mal sueño, una comedia de equivocaciones que acabará cuando exploten los polvorines.
Miro a los soldados, me parecen iguales. El gris uniforme también uniforma sus almas. A ninguno de ellos le temblará la mano al levantar el fusil. Un oficial se acerca con un pañuelo blanco en la mano e intenta cubrirme los ojos, pero me niego. Tengo derecho a atesorar cada segundo final de mi vida. El accede y se aleja. Creo notar cierto pesar en su paso, pero quizás sólo estoy proyectando mi desesperación. Recuerdo a mi mamá, que lleva días al otro lado del muro que me aísla de la ciudad. A mi viejo, devastado por mi locura. A mis hermanas, tratando de disimular la pena, contener los juicios y alivianarme la agonía espiritual. A mi abuela, que no sabe nada, que cree que estoy de viaje porque no resistiría tan terrible verdad. Y siento que las rodillas me empiezan a pesar, como en los buenos tiempos, cuando se me pasaba la mano con el vodka.
Me pregunto si esa idea obsesiva de ser la mejor valía tanto la pena. Y me respondo que sí, que tenía que intentarlo y satisfacer mis ansias de justicia. La tranquilidad que sentí al disparar el revólver compensaba este momento brutal, mezcla de miedo y orgullo, de rebeldía y nostalgia, pero nunca de arrepentimiento.
Toman posiciones. “Preparen, apunten, ¡fuego!”, tarareo tranquila. Un ruido sordo rompe el amanecer. Mis piernas se doblan, un hilo de sangre rodea mi mandíbula. Caigo sobre un costado, sonriendo al pelotón y susurro con gran esfuerzo mi última palabra: “VIP”.