Divagaciones sobre el sujeto

09:30 am. Último día hábil del mes y el sujeto llega a la oficina con la mirada gacha y arrastrando los pies. Luce cansado y abatido, como si su famélica estampa tuviera que remolcar inmensos y antiguos palafitos por un océano denso y feroz.
No se lo diría ni a su madre y sin embargo, ¡es tan evidente! Tiene miedo. Se le ve en los ojos escurridizos, en las manos inquietas, en el hilo de voz que apenas logra sacar. No lleva más de 3 meses en el puesto de jefe y ya tiene que enfrentar una prueba sumamente complicada.
Sintiendo el sabor amargo que deja la mediocridad, el sujeto se arma de valor y da prisa al mal paso. Tiene que notificar de sus despidos a dos subordinadas. La decisión fue suya, pero sabe que no es una medida profesional, que responde más bien a prejuicios, a viejas rencillas personales, a tozudez y porfía.
Camina hacia la fatal reunión como si fuera al patíbulo, mientras recuerda las discusiones previas, las fuertes diferencias, las veces en que tuvo que callarse por no tener respuestas, por no saber dar argumentos, las que tuvo que disculparse por excederse en su rol. Porque de autoridad a prepotencia, un paso. Y es un paso que él no va a desandar.
El trámite toma casi una hora. Las dos chicas se van. La oficina queda sumida en un silencio absoluto, roto solamente por el incesante toc toc de los teclados. El sujeto no mira a nadie hasta mucho rato, el suficiente como para ocultar la sensación de equívoco que no se fue cuando sus dos enemigas abandonaron su pequeño gobierno. Con el pesar instalado como un tatuaje en su frente, intenta hacer de este martes un día más, aunque sabe que esa noche no conciliará el sueño con la facilidad de siempre. Porque no hay peor soberbia que no admitirse los propios errores.